lunes, 18 de enero de 2021

LOS PARTIDOS SE SUICIDAN

 LOS PARTIDOS SE SUICIDAN

Por: Luis Alberto Sánchez (*)

La circunstancia de haberse producido un malentendido en el seno del Partido Aprista Peruano, famoso por su disciplina y su unidad, mantenidas indeclinablemente durante más de 40 años, ha hecho pensar a muchos que la hora del APRA habría pasado o que la amenaza la muerte por división: vaticinio excesivo.

Es un hecho que, por lo menos durante 20 años, el APRA fue perseguida a muerte en el Perú y que la misma vida de su fundador y jefe Haya de la Torre estuvo en serio peligro. Es también un hecho que alrededor de 5 mil apristas fueron asesinados públicamente en las jornadas de 1931-33. Sin embargo éstos y otros intentos de persecución y de corrupción no lograron tener éxito. El APRA creció hasta llegar a triunfar en 1962 y también en 1978. El declive posterior es efecto de una coyuntura intempestiva: la muerte de su jefe y la diáspora provisional de algunos de sus principales seguidores.

En realidad, hay que repetirlo, a los partidos fuertes ideológica y estructuralmente, no los matan la persecución ni las infiltraciones, los partidos fuertes mueren por suicidio, es decir, por acciones u omisiones de sus propios miembros como ha ocurrido en varios casos en América. Quisiéramos referirnos a uno de esos casos: el radicalismo argentino.

Hacía 1890, Leandro S. Alem fundó en Buenos Aires el partido llamado Unión Cívica. Tenía por objeto rescatar de manos de la oligarquía porteña el poder a que tenían derecho los hombres de clase media, los hijos de la vasta inmigración extranjera. Alem fracasó en el intento de tomar el poder por la fuerza y orientó su partido hacia la espera fecunda. Un pariente suyo, Hipólito Irigoyen, maestro de escuela, quiso dar un sesgo más violento al partido y fundó la fracción Cívico Radical. Era 1896: Leandro Alem convocó en su domicilio, una noche, a sus mejores amigos. Les esperaba un mensaje, pero Alem había salido hacia el club. No llegó: se pegó un tiro dejando un testamento político en el cual se vierten palabras reveladoras, por ejemplo: La Unión Cívica se rompe pero no se dobla y adelante los que quedan. El partido no sucumbió; sí, su fundador; pasaron los años, y sólo en 1912 se promulgó la ley estableciendo el voto secreto que en 1916 llevó al gobierno al partido radical.

La Política Radical había sido la de abstenerse sistemáticamente mientras no hubiera voto secreto. El gobierno Radical fue alcanzado por Hipólito Irigoyen quien gobernó hasta 1922, y después lo siguió Marcelo De Alvear, quien en 1928 fue seguido nuevamente por Irigoyen. Pero se creó otra división: la de los personalistas, con Irigoyen, y las de los antipersonalistas aristocratizantes, con Alvear. En estas condiciones ocurrió el golpe de estado de 1930. Empero en 1938 hubo un nuevo repunte radical y otro en 1958. Mas ya la demagogia peronista había copado los estratos sociales más bajos e inaugurado una política social que, buena o mala, no había sido practicada por el radicalismo más político que social. Con todo el partido radical subsiste, pese a sus 2 intentos de suicidio: uno con Alem y otro con el retorno de Irigoyen, demasiado viejo ya para encarar la nueva realidad.

Igualmente el partido liberal colombiano estuvo a punto de suicidarse cuando, en 1946, soportó la división entre Gabriel Turbay y Gaitán. Acción Democrática de Venezuela estuvo al borde del suicidio cuando en 1968 encaró la escisión encabezada por Beltrán Prieto. Los ejemplos podrían multiplicarse.

Es evidente, pues, que los partidos no mueren de muerte natural sino por suicidio, y la división es una forma de suicidio. Evitarla resulta una práctica sagaz, que ningún partido debe olvidar, mucho menos el APRA que tributó culto permanente a la unidad monolítica de que fue expresión y jefe Haya de la Torre. Tal circunstancia obliga a pensar que las actuales dificultades apristas deberán solucionarse en un franco retorno a esa unidad, y que, por experiencia propia y ajena, ese partido sabe de la autenticidad del mensaje final de Haya: Unidos lo podemos todo; desunidos no podremos nada. Los apristas deben tener grabado en el fondo de sus conciencias este mandato imperativo del viejo y gran luchador, cuya sombra se extiende no solo sobre su partido, sino sobre la obra democrática de su país y aun de América.

Es un hecho lo último. Nuestros países requieren para su desarrollo total no solamente enriquecer sus respectivas infraestructuras, sino también sus estructuras y sus superestructuras; la política es una de éstas.

No siempre se comienza por la infraestructura, la educación, por ejemplo, resulta estructural y al mismo tiempo forma parte de la infraestructura de una nación bien concebida y desarrollada; la política también. Una república sin partidos coherentes y vigorosos resulta una provocación a la anarquía y, por tanto, al desborde de otros intereses sobre ella. Los partidos políticos bien organizados estabilizan a las sociedades, son un muro de contención a los desbordes del poder público, agrupan a la civilidad y preservan de los excesos de las Fuerzas Armadas, son el alimento y el objetivo de la democracia. De consiguiente, la unidad de los partidos es tan necesaria que, como muestra, en el Uruguay la ley permitía la fragmentación partidaria, pero no admitía la de los lemas, y así todas las variantes del Partido Colorado o del Partido Blanco tenían actividad y representación como unidades, pero el lema predominaba sobre sus variedades dando solidez al régimen democrático. El interés nacional y, aún más continental en torno de las actuales y pasajeras peripecias del APRA es una confirmación de lo dicho. No se puede jactar de ser democrático y buscar la ruptura interna de los factores fundamentales de la democracia, como son los partidos políticos. En el caso del APRA, perdido el cayado del pastor, se están gestando nuevas formas estructurales y, sin duda, un sistema plural, parecido al colegiado, como es el que adoptó Yugoslavia después de la muerte de Tito y, en parte, España, después de la muerte de Franco. A falta de una voluntad poderosa y única se impone la vigencia de varias voluntades convergentes y disciplinadas, constituidas en un bloque unitario equivalente a una personalidad. De no hacerlo así, la behetría pondría fin a quien la padeciera con grave daño para los émulos, vecinos y copartícipes en la vasta empresa de restablecer o crear una democracia auténtica.

(*). “CARETAS” N° 631. 12/01/81