LOS PARTIDOS SE SUICIDAN
Por: Luis Alberto Sánchez (*)
La circunstancia de haberse producido un malentendido en el seno del
Partido Aprista Peruano, famoso por su disciplina y su unidad, mantenidas
indeclinablemente durante más de 40 años, ha hecho pensar a muchos que la hora
del APRA habría pasado o que la amenaza la muerte por división: vaticinio
excesivo.
En realidad, hay que repetirlo, a los partidos fuertes ideológica y
estructuralmente, no los matan la persecución ni las infiltraciones, los
partidos fuertes mueren por suicidio, es decir, por acciones u omisiones de sus
propios miembros como ha ocurrido en varios casos en América. Quisiéramos
referirnos a uno de esos casos: el radicalismo argentino.
Hacía 1890, Leandro S. Alem fundó en Buenos Aires el partido llamado Unión
Cívica. Tenía por objeto rescatar de manos de la oligarquía porteña el poder a
que tenían derecho los hombres de clase media, los hijos de la vasta
inmigración extranjera. Alem fracasó en el intento de tomar el poder por la
fuerza y orientó su partido hacia la espera fecunda. Un pariente suyo, Hipólito
Irigoyen, maestro de escuela, quiso dar un sesgo más violento al partido y
fundó la fracción Cívico Radical. Era 1896: Leandro Alem convocó en su
domicilio, una noche, a sus mejores amigos. Les esperaba un mensaje, pero Alem
había salido hacia el club. No llegó: se pegó un tiro dejando un testamento
político en el cual se vierten palabras reveladoras, por ejemplo: La Unión Cívica
se rompe pero no se dobla y adelante los que quedan. El partido no sucumbió;
sí, su fundador; pasaron los años, y sólo en 1912 se promulgó la ley
estableciendo el voto secreto que en 1916 llevó al gobierno al partido radical.
La Política Radical había sido la de abstenerse sistemáticamente mientras
no hubiera voto secreto. El gobierno Radical fue alcanzado por Hipólito
Irigoyen quien gobernó hasta 1922, y después lo siguió Marcelo De Alvear, quien
en 1928 fue seguido nuevamente por Irigoyen. Pero se creó otra división: la de
los personalistas, con Irigoyen, y las de los antipersonalistas
aristocratizantes, con Alvear. En estas condiciones ocurrió el golpe de estado
de 1930. Empero en 1938 hubo un nuevo repunte radical y otro en 1958. Mas ya la
demagogia peronista había copado los estratos sociales más bajos e inaugurado
una política social que, buena o mala, no había sido practicada por el
radicalismo más político que social. Con todo el partido radical subsiste, pese
a sus 2 intentos de suicidio: uno con Alem y otro con el retorno de Irigoyen,
demasiado viejo ya para encarar la nueva realidad.
Igualmente el partido liberal colombiano estuvo a punto de suicidarse
cuando, en 1946, soportó la división entre Gabriel Turbay y Gaitán. Acción
Democrática de Venezuela estuvo al borde del suicidio cuando en 1968 encaró la
escisión encabezada por Beltrán Prieto. Los ejemplos podrían multiplicarse.
Es evidente, pues, que
los partidos no mueren de muerte natural sino por suicidio, y la división es
una forma de suicidio. Evitarla resulta una práctica sagaz, que ningún partido
debe olvidar, mucho menos el APRA que tributó culto permanente a la unidad
monolítica de que fue expresión y jefe Haya de la Torre. Tal circunstancia
obliga a pensar que las actuales dificultades apristas deberán solucionarse en
un franco retorno a esa unidad, y que, por experiencia propia y ajena, ese
partido sabe de la autenticidad del mensaje final de Haya: Unidos lo podemos
todo; desunidos no podremos nada. Los apristas deben tener grabado en el fondo
de sus conciencias este mandato imperativo del viejo y gran luchador, cuya
sombra se extiende no solo sobre su partido, sino sobre la obra democrática de
su país y aun de América.
Es un hecho lo último. Nuestros países requieren para su desarrollo total no solamente enriquecer sus respectivas infraestructuras, sino también sus estructuras y sus superestructuras; la política es una de éstas.
No siempre se comienza por la infraestructura, la educación, por
ejemplo, resulta estructural y al mismo tiempo forma parte de la
infraestructura de una nación bien concebida y desarrollada; la política
también. Una república sin partidos coherentes y vigorosos resulta una
provocación a la anarquía y, por tanto, al desborde de otros intereses sobre
ella. Los partidos políticos bien organizados estabilizan a las sociedades, son
un muro de contención a los desbordes del poder público, agrupan a la civilidad
y preservan de los excesos de las Fuerzas Armadas, son el alimento y el
objetivo de la democracia. De consiguiente, la unidad de los partidos es tan
necesaria que, como muestra, en el Uruguay la ley permitía la fragmentación
partidaria, pero no admitía la de los lemas, y así todas las variantes del
Partido Colorado o del Partido Blanco tenían actividad y representación como
unidades, pero el lema predominaba sobre sus variedades dando solidez al
régimen democrático. El interés nacional y, aún más continental en torno de las
actuales y pasajeras peripecias del APRA es una confirmación de lo dicho. No se
puede jactar de ser democrático y buscar la ruptura interna de los factores
fundamentales de la democracia, como son los partidos políticos. En el caso del
APRA, perdido el cayado del pastor, se están gestando nuevas formas
estructurales y, sin duda, un sistema plural, parecido al colegiado, como es el
que adoptó Yugoslavia después de la muerte de Tito y, en parte, España, después
de la muerte de Franco. A falta de una voluntad poderosa y única se impone la
vigencia de varias voluntades convergentes y disciplinadas, constituidas en un
bloque unitario equivalente a una personalidad. De no hacerlo así, la behetría
pondría fin a quien la padeciera con grave daño para los émulos, vecinos y
copartícipes en la vasta empresa de restablecer o crear una democracia
auténtica.
(*). “CARETAS” N° 631. 12/01/81